¿Porque te quiero te aporreo?


Por  Carolina Rodríguez Méndez 

Llama la atención la forma en que relacionamos la violencia con el amor. Canciones, novelas, series, películas, chistes e historias cotidianas nos refuerzan una idea que nos instalaron desde nuestros primeros días en el fondo de nuestros corazones y cuerpos: “Si no duele, no es amor”. Y así, nos han y nos hemos acostumbrado a aceptar lo inaceptable, a reírnos e, incluso, justificar palabras, actitudes y comportamientos en nombre del amor: “Un día, lo entenderás y me lo agradecerás”, “Es que lo hago por tu bien”, “No lo haría si no me provocaras”. Se nos va el tiempo y la energía normalizando la patanería, el maltrato y la opresión en nuestras vidas, y las vidas de quienes nos rodean y decimos amar.

Y pasa en diferentes escenarios: en pareja, la crianza, la familia, la vereda o el barrio, el trabajo, la casa, la calle, el mercado… y en las urnas. Por alguna razón que no logro comprender, hemos aceptado de manera pasiva que la violencia es uno de los medios más efectivos y rendidores para conseguir resultados. “Le voy a dar en la jeta, marica”, “Se callan o los callamos”, “Sigue jodiéndome, hijueputa, y le pego su tiro, malparido”. Estas expresiones no las escuchamos en una pelea con tragos, no. Se dijeron en sobriedad.

No me malinterpreten. No me escandalizo por las groserías que dijeron; no es una reacción del tipo “¿Con esa boca dice ‘mamá’?”. Lo que me parece altamente preocupante es que un número significativo de votantes puedan elegir una y otra vez a personajes que promete mano dura; aquel que no tiene un plan de gobierno detallado y claro, sino una voz recia y una disposición a resolver todo a la “maldita sea” (gústele a quien le guste y duélale a quien le duela). 

¿De dónde viene esa fascinación nuestra por la dureza y el autoritarismo? ¿No hay otra manera de salir de esta crisis en la que estamos? ¿Será que, en un país donde hay unos 12,3 millones de mujeres cabeza de hogar, en el fondo seguimos esperando a un macho que venga a arreglar todo con juete y a las patadas? ¿De verdad no hay otra manera de vivir y gobernar?  

 A mí me gusta pensar la posibilidad de re-imaginarnos otras formas de vivir. Creo que tanta violencia no nos ha hecho bien, y ha dejado una profunda huella en nuestras almas y cuerpos. Y sí, crecimos y hacemos lo que podemos, pero, seguramente lo haríamos mejor si nos hubiesen criado con más amor, más compasión, más celebración de la vida. Probablemente, nos tomará generaciones aceptar que la violencia no es una muestra de amor, que podemos aprender otras habilidades para construir relaciones más saludables, que no gobierna mejor quien amenaza y grita. Que podemos vivir sabroso, procurando el bienestar de todos y todas.

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