¿Sabe usted en dónde terminará esta cagada?

 


Por Andrés Romero Buitrago

A finales del siglo pasado nació en Fómeque un niño con un gusto particular por lo olores que emanaban de la quebrada que recibía las aguas residuales de la zona urbana de su municipio.
El niño creció sabiendo que esta era una atracción difícil de confesar. Para la mayoría de las personas resulta un olor repulsivo no solo por el impacto oloroso en sí mismo sino también por lo que representa: Lo que sobra, lo que no debe tocarse, lo asqueroso… Sin embargo, para aquel niño resultaba agradable.

Aunque no vivía cerca de la quebrada compartía la apreciación común de quienes como él, nacieron y crecieron después que la quebrada se echó a perder: Consideraban que ese olor era la forma inevitable de existir para esa agua que recibía las suciedades del municipio, que la espuma gris que se arremolinaba en su devenir no implicaba nada relevante, ni digno de referir o preguntar.

Ni él en su infancia ni nadie (ni abuelos, ni abuelas) se preguntaron por qué la quebrada era así, nadie cuestionó, no fue tema de ningún chiste o anécdota memorable. Más allá de su nombre “Chorro Sucio”, este orden de cosas que empezó en la segunda mitad el siglo XX con un aumento de la población urbana no fue digerido por la consciencia popular para darle significado.

Eso implicaba –e implica hoy- para esta sociedad acostumbrada a abundantes arroyos y ríos que reciben sus porquerías para llevarlas montaña abajo, diluyendo hasta la idea de su existencia, que arrojar la mierda, los meados, la saliva, los mocos, los jabones y todo lo demás es una costumbre tan normal como caminar.
Ni siquiera existe una categoría para referirse a los cuerpos de agua que antes fueron limpios y vivos y después se hicieron sucios y muertos, sin un antes y un después, se presentan sin un inicio en el tiempo.
El otro gusto particular del niño de nuestra narración era apreciar el fluir de las aguas y sus juegos preferidos en la soledad de aquellos tiempos consistían en construir embalses en los arroyos, drenar los charcos del camino con sus botas, conectar pozos de un pantano con otro y pasar largas horas tratando de entender cómo salía el agua de una roca seca y se movía después dentro de la tierra para brotar más abajo.

Estos gustos lo fueron encausando casi sin notarlo hacia el desenlace feliz de quienes tienen claro lo que les gusta y lo hacen sin mayores guerras, simplemente dejándose fluir. En su juventud la asistencia a la universidad dejó de ser considerado un imposible para las gentes de la vereda, graduándose como ingeniero hidráulico.

Su segundo trabajo formal lo sorprendió con la gratitud de quienes tienen claros sus gustos… fue una divisoria de aguas en su vida. Sin tener idea de a dónde iba, huyendo de su primer trabajo como profesor de secundaria en un liceo bogotano de ideología estalinista, llegó, casi por casualidad, a trabajar en un sistema de tratamiento de aguas residuales.

El día de su ingreso, mientras avanzaba por un largo terraplén asfaltado donde resaltaban tres enormes edificios circulares rematados de techos abovedados que recordaban a las plantas de energía nuclear, percibió un olor familiar y agradable…agua sucia, agua sucia de ciudad…y de ciudad grande. Su nuevo trabajo consistiría en dirigir un grupo de obreros en esta enorme planta de tratamiento de aguas residuales.
Cuatro mil litros de agua contaminada con materia orgánica de todo el norte de Bogotá (síntesis de las miserias y ostentaciones de dos millones de gentes) eran recibidos cada segundo para su tratamiento, el sonido del agua, aunque contaminada, no difería del sonido del agua limpia, sus olores pútridos eran bien acogidos por todos los trabajadores, se sintió finalmente comprendido, ya no debía ocultar su particular gusto por este tipo de aromas.

Guiar los caudales, distribuirlos y lograr su descontaminación lo hacía sentir en plenitud…era el que más cómodamente trabajaba en medio del miasma que a tantos desprevenidos obligaba al vómito.

Al pasar los años regresó a su vereda natal, durante la cuarentena que obligó a la humanidad a retomar los lugares de los que salió, buscando de nuevo lo que en su juventud quiso dejar atrás: La soledad y el aislamiento.

Mientras caminaba por los senderos hacía tanto tiempo recorridos sintió de nuevo los sonidos de la infancia, intentó el primitivo saludo a los pájaros y se sorprendió de no haber olvidado el idioma. El sol limpio sobre los árboles, la fresca calidez de la mañana de verano mientras las nubes se cuajan desde el fondo del valle, los saludos del vecino y la lejanía del mundo, todo lo reconoció de nuevo. Sin embargo había algo novedoso.

En su infancia, para tomar el agradable olor de las cloacas debía desplazarse varios kilómetros hasta encontrarse aguas abajo de la zona urbana. En esta ocasión sus paseos matutinos en la vereda le trajeron a cada paso el aroma inconfundible de la mierda con jabón, diluida en el agua que discurre desde las montañas. En cada pequeño paso de un arroyo diminuto veía la formación de espuma jabonosa, por las cunetas de las carreteras fluían los flujos viscosos de alguna casa, las aguas residuales ya no estaban concentradas en un solo punto, ahora estaban dispersas por toda la tierra…
Subió al alto de la virgen y desde allí contó sesenta y nueve viviendas en derredor, cuando era niño apenas había siete. Consideró que tal vez este proceso de poblamiento tomó fuerza desde que las comodidades restringidas a la ciudad se fueron extendiendo al campo: Agua potable, caminos transitables en invierno y en verano, electricidad, gas domiciliario. Esto y gente urbana hastiada del bullicio, buscando tranquilidad explicarían estos cambios en la demografía de su pequeña vereda.

Posiblemente el impulso definitivo lo dio la telefonía celular y la conexión a internet: La experiencia urbana de la diversidad de gentes pudo replicarse con cierta suficiencia en el campo.  “Los humanos no necesitamos sólo agua y abrigo para sentirnos a gusto, en estos tiempos añoramos la multiplicidad de experiencias y desde siempre la compañía” pensó.

Supuso que el golpe definitivo para esta explosión de asentamientos llegó con la pandemia que se viralizó por vía aérea y digital y los que tenían alguna duda para salir de la ciudad recibieron el impulso que necesitaban.

Averiguó con los abuelos de la vecindad, los viejos que no habían cambiado su faz desde que los conocía y estaban ya rondando las edades en las que empiezan a convocar a los hijos para notificarles que el año siguiente se van a morir.
Los ancianos le dijeron que en menos de un año la vereda se vio colmada de estas nuevas gentes que se fueron amalgamando, haciendo brotar esta nueva comunidad rural-urbana, que tenía tanto cosas bonitas como feas.

Se sentó en una piedra vieja y reflexionó del siguiente modo: “Esta es una forma de ser que está en ciernes, no es ni bueno ni malo y en América lo normal ha sido el constante revoltijo de gentes, al fin de cuentas lo que aquí nos parece antiguo no tiene más de cincuenta años –por mucho- y que suceda esto ahora trae cierto aire renovador a las comarcas. La cuestión es que por más sugestivo que sea esta nueva forma de vida en la que en pleno campo puedo encontrarme con un filósofo, un escritor, otro ingeniero, un millonario arrepentido, un industrial resabiado y harto de luchar y departir hombro a hombro con mis viejos amigo jornaleros de pueblo, disfrutando de tan vital experiencia  no significa que estas personas no defequen ni orinan, ni laven sus platos, sus cuerpos y sus dientes. Pero lamentablemente la disposición de estos desechos es un tema que no aparece en las charlas ni profundas ni banales. Qué importa a dónde vaya la mierda…en eso nunca se piensa.”

Pero nuestro ingeniero percibía la saturación en cada hilo de agua: “Las cantidades de heces sobrepasan la capacidad de recuperación de los torrentes, asesinándolos poco a poco. Los vecinos no tienen idea, las aguas sucias siempre van hacia abajo, lejos de la casa y el agua del acueducto viene de Chingaza, páramo lejano y poco habitado, lo que hace que al cerebro humano se le dificulte establecer la continuidad del agua que llega con el agua que sale, se percibe como si el fin del flujo fuera el sifón de la casa o la tasa del baño.”

Preocupado, sentado en la piedra vieja del Alto, a la sombra de la escultura de la joven diosa, trata de prever qué sucederá. De seguir así toda la vereda será un sucio vertedero y por más que el aroma le guste, terminará por ser empalagoso y perderá la magia ¿Qué podrá hacer para evitarlo?




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