LITERATURA: "El Ocobo de Choachí" cuento ganador de convocatoria IDECUT

Este cuento de tiempos de pandemia resultó ser uno de los ganadores en la Convocatoria del Fondo de Emergencia !Eche pa´la Casa! Corazonarte 2020 del IDECUT  



¿Y a onde se jue to´o mundo? Escuché que alguien decía mientras cruzaba distraído el parque cierta tarde que me encargaron ir por remesa al pueblo. Era como la segunda semana que llevábamos de aislamiento y de tantas noticias sobre muertes y contagios venía todo paranoico rezando para mis adentros no tener que mirar a nadie. Me daba mucha vergüenza pasar sin dar la mano y quitarle la cara a mis amigos, y eso de saludar con el codo me resultaba despectivo, como la prohibición de dar abrazos y sonreír a las damas, pero era por el bien de no infectarse con el condenado virus. 

Quince días ya llevaba sin bajar al pueblo por alistar el sembrado, la finca proveía lo que necesitaba, pero justo esa mañana se sumaron todos los males de nuestras carencias: se acabó la panela, el arroz, la lenteja, el aceite y la harina, lo único que nos faltaba para la supervivencia y de guapo me ofrecí bajar porque no existía otra alternativa. Mi mujer estaba angustiada y repitió como tres veces que ni se me ocurriera quedarme por ahí tomando chicha, Dios bendito que más quisiera que ponerme con mis amigos a tomar cerveza, cuando era impensable pues tenía la plena certeza que estaba todo cerrado, la orden del Estado era que sólo abrieran los graneros, fruvers y tiendas. 

Así que pasada la una salí en busca del sustrato para las arepas desde la vereda Resguardo Alto, que es donde vivo, muy cerquita del pueblo. Mi casa es un remanso de paz bañado por una quebrada que en los mapas aparece como el Uval y que yo llamo Cucuaté, que es su nombre original. Tiene un platanal, matas de papa, maíz y frijol, dos gatos, una perra y un par de vacas. De la casa a la plaza a veces me he gastado por el camino ancestral diez minutos a pata, pero como esa vez no tenía afanes y me gusta andar despacio, contemplando el paisaje y revisando las matas, me tiré como el doble. 

Revisé las pulmonarias, los alceces y las vacas, los arrayanes y robles, las piedras que pusieron los indios y el lugar donde dicen que habitó Bosativa, el cacique muisca que quemó a punta de flecha tres veces el pueblo fundado por los españoles hace como cinco siglos. Sí me pareció muy raro que a nadie me topé por el camino y sólo en el paso de los tres fiques, ya llegando al pueblo, vine a ver una ardilla. Los chinos que salían justo a esa hora del colegio y allí transitaban siempre entre semana, esa vez no vi ni uno, lo cual me pareció excelente porque el camino estaba decente, sin botellas y papeles de paqueticos botados en el piso. Sólo al entrar al pueblo me di cuenta que los pequeños estaban en sus casas, pues los gritos de sus mamás diciéndoles que se comportaran se escuchaban a la distancia. 

Seguí de largo por donde alguna vez fue la plaza de mercado, ahora un escampado, pues la obra nada que arranca y por donde dos perros callejeros me gruñeron exigiéndome comida. Llegué hasta la iglesia, en donde siempre me quito el sombrero y pido protección a San Miguel Arcángel y como tenía ganas de hartar amasijo con avena para calmar el hambre, me dispuse a cruzar la plaza que estaba sola como domingo en la madrugada. En el pueblo no vi a nadie y avancé despacio medio confundido y fue ahí, justo en ese momento, que escuché a alguien hablándome por la espalda. 

La sorpresa fue que detrás de mí nadie se encontraba, sólo el viejo ocobo que desde hace un siglo el parque engalana ¿Quién me habla? Me atreví a preguntar esperando una charada y fue ahí donde me enteré que los árboles también hablan. El árbol inmenso estaba tan aburrido que se puso a hablar conmigo, y como si nos conociéramos de antes me contó algo de sus días. Cuando era niño el tiempo pasaba despacio y dijo sentirse sólo y extrañar a los humanos. 

Me confesó que le gustaba ver arremolinarse en las sillas del parque a los fortuitos visitantes que pasaban las horas de la tarde hablando de sus historias. Que retozaba plácidamente con el arrullo de los cánticos de la iglesia y que poco dormía en los días de las ferias y las fiestas. Que le gustaba cobijar a los niños cuando jugaban al escondite y ver a los amantes demostrarse su cariño. Ahora no había nadie, ¿Qué había pasado? El ocobo escuchó perplejo lo que le decía, que era un poco de esto y aquello, de tantas cosas que existían y que al teléfono me llegaban, le hablé de los murciélagos, de la guerra bacteriana, del final de los tiempos, del colapso del capitalismo y de la ira de Jesucristo por seguir maltratando la tierra y comernos los animalitos. 

Le pregunté entonces al árbol lo que pensaba y no dijo nada. El viento movió sus ramas y me pareció escuchar un suspiro. Un grupo de florecitas rosadas, las últimas que le quedaban, en ese momento cayeron al piso. Nunca supe si se puso triste, lo cierto es que tomé las flores y las llevé a mi casa, pensando que al final todos somos gente, la gente pájaro, árbol y la gente montaña. A ver si de todo esto aprendemos a cuidar entre todos nuestra madre casa y por eso me decidí a escribir esta historia para mi querida gente chigüana. 

PACHO RESTREPO 

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