Cordillera Blanca de Rodrigo Pardo



Desde Argentina Rodrigo Pardo se une a la convocatoria para escritores, ilustradores y fotógrafos y nos envía este relato, parte de su diario de viaje por la Cordillera Blanca. En sus palabras: "Después de un año de mi partida me encuentro sentado frente a una computadora escribiendo mi primer relato de viajes por América del Sur y que de alguna manera espero que sea agradable, entretenido e inspirador".  


En los años que comencé a estudiar ingeniería pasaba las tardes leyendo las National Gegraphic que llegaban por correo a casa de la tía Alcira. Mi relación con esa revista había comenzado muchos años atrás y aún recuerdo la primera vez que cayó en mis manos, era un número grueso de marco amarillo con hojas lujosas en inglés que traía dentro fotos de una expedición en África, el reportaje de una exploración a las entrañas más remotas del río Amazonas donde habitaban peces que podían generar luz propia como la de una linterna fluorescente y una imagen de 1932 en blanco y negro de unos alpinistas alemanes en las montañas del Himalaya.

Quizás la expedición al Amazonas era la razón por la cual ese número de la prestigiosa revista se encontraba en mi casa, pues para entonces nosotros habíamos llegado a Choachí provenientes de Amazonas, donde tuve la fortuna de nacer. Recuerdo un cura catalán que caminaba descalzo por la selva, las historias de exploradores que fueron devoradas por caníbales, las expediciones con Hernando Riveros, y las aventuras de mamá cuando era la única mujer blanca en un pueblo de indígenas.

Por suerte del destino mi infancia se había visto rodeada por delfines rosados en el río Amazonas y de repente el verde de la selva que vi desde un viejo avión de carga, se convirtió en las empinadas montañas de Choachí. Mis padres se habían empeñado en traer desde Leticia toda suerte de antigüedades, libros, revistas y cacharros que aún conservan y que de alguna manera terminaron alegrando mis solitarios días en el campo. Algunos años después cuando veía los números de las primeras ediciones en español sentía una suerte de nostalgia y terminaba leyendo hasta los anuncios publicitarios. Soñaba despierto con que algún día podría hacer parte de magnificas expediciones, escalar montañas y escribir relatos de épicas aventuras.

En agosto de 2018, después de haber fracasado haciendo de “agricultor”, decidí emprender camino y de la noche a la mañana me vi con mi mochila recorriendo los senderos ecuatorianos en busca del Qhapac Ñan, una red de caminos incas que se extienden por la cordillera de los Andes desde el sur de Colombia pasando por Ecuador, Perú y Bolivia hasta la ciudad de Mendoza en Argentina. 


Cordillera Blanca

Diciembre 2018

Como venía sucediendo desde que regresé de Lima, a donde tuve que viajar a causa de una lesión de espalda, trataba siempre de buscar un lugar cómodo para descargar mi mochila, hacer los ejercicios de estiramiento y descansar por unos minutos antes de retomar el camino. Durante esa semana un miedo aterrador se había apoderado de mí. me atormentaba el fantasma del recuerdo de mi pierna izquierda paralizada y las noches en vela al norte del Perú a causa del dolor. El esfuerzo mismo de caminar un promedio de treinta kilómetros al día llevando una mochila con catorce kilos en la espalda me estaba generando molestias a la altura de la cintura. Cualquier persona sensata hubiese desistido del proyecto de caminar los Andes peruanos después de una lesión que lo había tenido inmóvil por cerca de una semana, pero afortunadamente para mí, la insensatez y el orgullo están impresos en la piel como la marca de origen que distingue a un buen queso parmesano. 
Por esos días había tomado la costumbre de eliminar peso innecesario para poder hacerme a algo de víveres, o pedir fruta en los mercados. Descargué mi mochila en la primera plaza con la que me topé en la ciudad de Caráz y me serví una taza del café que había preparado en la mañana
                —¡Muy bien! Me dije a mí mismo en voz baja pensando que ahora ya tenía espacio para unos 100 gramos de pan.
No había terminado de beber el café cuando a lo lejos escuché que alguien gritaba:
¡Leticia! ¡Leticia! ¡Leticia!
Levanté los ojos y por un momento me quedé congelado aún sin creer lo que estaban viendo. Era la estampa barbada y atlética de David que se acercaba emocionado moviendo los brazos que se confundieron con los míos en un fuerte apretón. La sorpresa era igual de inverosímil para los dos y ninguno pensaba que se volvería a cruzar con quien había sido su compañero de caminata en la dura travesía por el sur de Ecuador. La última imagen que yo tenía de David era la de los dos sentados en el suelo compartiendo un almuerzo que nos había regalado la policía peruana en el norte del país.
Desde el primer día que nos conocimos en Cuenca, luego los recovecos y los azares del destino nos hicieron coincidir en Vilcabamba, para finalmente cruzar juntos caminando la frontera de Ecuador con Perú.
¡Hermano! ¡Pensé que nunca te volvería a ver!
Fue lo primero que dijo al saludar, y luego me relató su periplo visitando el sitio arqueológico de Chavín de Huántar, su fugaz romance con una viajera holandesa y su plan de viaje hasta la laguna de Parón. Cuando me encontró en la plaza se dirigía para el mercado en busca de provisiones.
Yo lo miré incrédulo a los ojos al vislumbrar que nuestros caminos coincidían de nuevo por cuestiones del azar.
¡Que coincidencia, hermano! ¡Yo voy para Parón!
Cargué mi mochila y juntos nos dirigimos al mercado. Necesitaba provisiones, tenía que comprar combustible para mi hornilla, chocolate, pasta, un paquete de pimienta, dos latas de atún y conseguir algo de fruta. El problema de caminar es que en los recorridos largos donde escasean las provisiones, el tiempo de autonomía se limita a la cantidad de alimento disponible, hasta ese momento ello no había generado una situación de emergencia en mi viaje, pero la experiencia me había enseñado que lo más inteligente era siempre llevar provisiones y respetar a la montaña.
La sola imagen de la Cordillera Blanca coronada por sus veinte picos nevados que superan los seis mil metros de altura hace que todo lo que se plante a sus pies sea tan vulnerable, que el solo aliento de la montaña puede borrarlo todo en un segundo como ya había sucedido en la década del setenta cuando un terremoto hizo que se desprendiera un trozo de glaciar del macizo Huascarán sepultando a su paso dos ciudades y a más de setenta mil personas.

El Huascarán es el nevado más alto de la Cordillera Blanca que con sus 6.768 metros es la quinta montaña más alta del continente americano, la segunda más alta del mundo medida desde el centro de la tierra, después del Chimborazo en Ecuador, y también es la montaña que le da nombre al Parque Nacional, un área protegida de 3.400 Km² que incluye 434 lagunas y 712 glaciares.  La Laguna de Parón está dentro del Parque Nacional Huascarán a un día de camino de la ciudad de Caráz pasando por pequeñas villas pobladas de nativos que hicieron parte del imperio Inca. La Laguna de Parón es la más grande de toda la Cordillera Blanca y se encuentra a una altura cercana a los 4.200 msnm. Para llegar allí caminando es necesario recorrer 33 kilómetros y escalar los casi 2.000 metros positivos desde la ciudad de Caráz que se encuentra a 2.256msnm. Esto suponía una empresa un poco ambiciosa para aquel día debido a la dificultad del terreno, así que habíamos decido pasar la noche en un despejado del que nos habían hablado y que distaba sólo a una hora caminando desde el control de ingreso al Parque Nacional. De esa manera dejaríamos para el día siguiente la etapa más difícil, más de tres mil metros sobre el nivel del mar, el ascenso de menos de ocho kilómetros y unos mil metros verticales de cordillera. 




Los primeros veinte kilómetros se hacen en su mayoría sobre una carretera de tierra y senderos peatonales llamados naani o purikuna en quechua ancashino y que son muy útiles a la hora de acortar distancias. Una de las características de la Cordillera Blanca es que las zonas bajas se encuentran densamente pobladas gracias a la fertilidad del terreno donde abundan cultivos de papa, maíz, quinua, arveja y cebada, y también la cría de ganado. Encontrarme con este paisaje provocó en mí un profundo alivio ya que a mi regreso tendría que tomar este mismo camino, dirigirme al poblado de Cashapampa y adentrarme en el valle formado por la quebrada Santa Cruz buscando el poblado de Yanama.
De camino a la laguna el camino corrimos con suerte al pasar frente a una tienda donde estaban celebrando una fiesta. La gente nos llamaba desde adentro “gringo” “gringo” invitándonos a pasar. Eran indígenas que nos hablaban en un español mezclado con quechua. Les explicamos que los dos éramos colombianos, “sus vecinos, sus vecinos”, repitió David con entusiasmo cuando le pasaron una taza de chicha que empinó y bebió de un trago, haciéndole poner los ojos colorados. Nos ofrecieron también un guiso con pollo que yo devoré con apetito y que agradecía cada parte de mi cuerpo.

A partir del puesto de control del Parque Nacional, el camino se hacía más pesado. Era evidente que el cansancio acumulado del día acentuaba aún más la falta de oxígeno que se experimenta por arriba de los tres mil metros sobre el nivel del mar. Después de una hora subiendo por senderos rocosos con abundante vegetación llegamos al campamento, pero para sorpresa nuestra se encontraba totalmente inundado. Justamente por esa época del año comenzaban las lluvias en la cordillera occidental de los Andes peruanos. A un par de kilómetros arriba se encontraba otra explanada donde acampar, era un depósito de construcción que había sido abandonado por los obreros que trabajaron en la obra de encausamiento de aguas para la central de generación eléctrica del Cañón de El Pato.  Hasta este punto habíamos llegado cuando comenzaba a oscurecer, y nos acompañaba una copiosa llovizna a la que yo debería habituarme porque sería mi compañera inseparable de peregrinaje en los Andes peruanos. Esa noche yo me encargué de preparar la cena mientras David buscaba agua en un arroyo cercano. 
A la mañana siguiente ya teníamos las mochilas cargadas y comenzamos a subir los últimos metros que nos separaban de nuestro objetivo. Llegar a la Laguna de Parón hace que todo esfuerzo valga la pena. El ascenso por el empinado cañón que forman las quebradas que bajan desde los glaciares es una experiencia mágica adornada por el constante lagrimeo de gotas de glaciar que se desprenden lentamente como queriéndose aferrar a la montaña que pertenecen. Y  de repente, ahí está ella, vestida de azul turquesa contrastando con el blanco de los glaciares que la rodean, el verde de una vegetación que se resiste a morir de frío y el oscuro de las piedras cascajosas propias de la región.
Toda la imagen es un conjunto de sensaciones. Allí en lo alto de los picos que rodean a la laguna es posible sentir la fuerza de la naturaleza que nos mira compasivos en nuestra propia fragilidad. Desde esa cumbre se pueden ver todos los picos nevados que rodean la zona o “Apus” como los llaman los hombres nativos de estas tierras, y a quienes dedican sus ofrendas, bien sea invocando su protección, su sabiduría o su piedad.
En las alturas nos hicimos las fotos de rigor. Habíamos dejado las mochilas en un refugio levantado a la orilla de la laguna y comenzamos a descender lentamente por una pendiente un poco peligrosa. Ya en la orilla nos animamos a explorar la laguna tomando una ruta por su brazo izquierdo siguiendo un sendero angosto que daba la impresión de perderse entre la piedra caliza. 
David tenía programado volver esa misma tarde a Caráz, así que decidimos regresar por nuestras mochilas y compartir un café con mazorcas hervidas y bocados de panela. A eso de las 14:00 regresaban los autobuses que subían turistas guiados a la laguna. Nosotros esperábamos pacientemente contándonos detalles de nuestras aventuras en cada sorbo de café, y sendas carcajadas con las que contagiamos a un par de montañistas italianas con quien yo terminaría explorando los glaciares al otro lado de la laguna.





Ese fue el último día que vi a David. Nos despedimos con un fuerte abrazo de hermanos que se habían hecho en el camino. Poco después supe que deambulaba en Ollantaytambo jugando a entender a la sociedad, me había enviado una foto donde alardeaba de haber conocido al mítico Antana Mockus. También supe por boca de la regente de un hostal de mala muerte que había intentado colarse sin éxito en la ruinas de la fortaleza. Con el tiempo recibí un mensaje suyo desde Cusco donde contaba que se movía en el bajo mundo de la noche cusqueña plagada de gringos borrachos y vendedores de droga. Sus últimas noticias me habían llegado desde Argentina donde decía que vendía poesías suicidas en las plazas de Buenos Aires. Por aquellos días estaba enamorado de una enigmática mujer mestiza de padre suizo y madre sudamericana, explosiva y silenciosa, cuya incrédula cabellera crecía castaño claro del lado izquierdo, y negro azabache del lado derecho de su cabeza.

Crónica enviada al Periódico el Sirirí en el marco de la convocatoria para escritores y periodistas locales.


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