El dengue



Por Edgar Suárez / Envíado especial




El sueño ha dejado de ser un aliado para mitigar los enredos, estás aprendiendo que el cerebro ya no es, o nunca ha sido, un escudo rígido para enfrentar la batalla, pero aún así no es fácil detenerse y dejar que las cosas simplemente pasen sin tensionar el cuello o las malas ideas. Así que decides que ya no es tiempo de alimentar el insomnio y que hay que mandar un poco todo a la mierda, irte a calentar los huesos, meterte unos días a una piscina o hablar con algún río de la ansiedad que te aguijonea las alas. Piensas que hay que dejar algo a la deriva y no preocuparse por las preocupaciones.  Así que pones puntos suspensivos a las tareas y metes algo de ropa en la maleta y te largas para buscar, si no la sanación de los nudos, por lo menos una pieza que le dé algo de sentido al rompecabezas.

Bajas de las montañas entre las centenares de miles de almas que atiborran las vías para perder los metros sobre el nivel del mar necesarios para sentir un cambio. Tu bajarás a doscientos o trescientos metros, hablarás con el gran río, caminarás mucho, comerás poco, te meterás en el agua y en alguna grata lectura. Todo está planeado y nada está planeado, no hay que negarse a la aventura.

Ya tienes una cama y empiezas a caminar, el tiempo sigue siendo un aliado, el dormir vendrá por añadidura, solo que allí, en la esquina menos pensada, tal vez a los segundos de tu arribo, sobrepasando el olor del repelente y las palmadas casi involuntarias de tus manos sobre la piel sudorosa, entre los zumbidos de las especies, te habrás encontrado, por culpa del empeñado azar,  a tu nuevo amigo:  el mosquito, Aedes aegypty. Portador de nuevas noticias.

Las noticias se llaman dengue, no un tal dengue o ese dengue que esta dando, sino el original, el clásico. No sabes que lo tienes, por eso durante un día sigue el plan establecido, ya incluso le has sumado un par de cervezas, pero de pronto algo empieza a desafinar. Piensas que tal vez sea el estrés que sigue como un monstruo manejando los hilos. Vuelven a doler el cuello y la cabeza.  Activas mecanismos para relajarte y meditar, tal vez más horas de piscina o mayor tiempo de cama, pero en la piscina, bajo el sol incandescente, sientes frío y en la cama, frente al ventilador que cabecea, el calor no te deja pensar. El sueño ya no llega y en su reemplazo tienes la pesadilla entrecortada de la eterna vigilia.

Te empiezas a preocupar, pero sabes que no puedes recaer, justo has viajado para dejar de buscar síntomas en google, así que darás un nuevo plazo a tu cuerpo para que encuentre la armonía, un día o dos, pero no será así, en tal vez dos horas habrás afrontado el fracaso y estarás viajando de regreso para salir de ese infierno que ya llevas en el cuerpo en forma de fiebre.

No hay que ir hasta la ciudad, mejor será buscar los cuidados de la madre que estará siempre dispuesta a darlos. Igual ella está en un pueblo más cercano y menos caliente, allí encontrarás alivio en una cama y una cocina conocidas, ya has sacado todo lo demás de los planes, hasta la lectura, pues hay un incendio particular detrás de tus globos oculares.



Ya estás en cama, intentas dormir, pero es imposible. Ya sabes que no es tu cerebro que te juega una mala pasada, pues apenas puedes levantarte y el dolor y la debilidad ya se han superado a sí mismos, así que te dejas de joder y buscas en google si aquella suma de malestares tienen nombre. Lo primero con que te encuentras es con la fotografía del mosquito, una gripa más, piensas, pero sigues devorando páginas de información, en media hora o menos descubres que en este año del bicentenario en el que todo empeora, estamos en una epidemia de dengue, que los hay de cuatro tipos de virus y que algunos de ellos te la pueden hacer pasar muy mal y que de vez en cuando matan alguno que otro parroquiano que no busca ayuda médica. Es hora de ir al hospital.

Estás en una sala de espera, una, dos horas, al fin alguien te nombra, pasas a tu valoración, hablas de tus síntomas, le dices que crees tener dengue, como respuesta tienes una sonrisa irónica y la frase de rigor colombiana, eso es un virus que está dando. Media hora después estás frente a la médica, por supuesto ya crees que es cierto que tu alma alarmista y frenética ha creado falsas ideas de una enfermedad, por ello solo te dejas revisar y contestas preguntas. Parece Dengue, dice la médica y sugiere que te dejará en observación e hidratación. Una hermosa enfermera te llama a la traquilidad, te saca sangre y te canaliza, tu le dices que estás tranquilo mientras pierdes el sentido. Despiertas, hay un algodón que huele alcohol en tu nariz. te preguntan el nombre y la fecha un par de veces, contestas, el suero está entrando en las venas.

Te ubican en una camilla ubicada justo a la entrada de urgencias y del puesto de mando de las enfermeras, después de recibir algunas bolsas de solución y un par de pastas de acetaminofén (no hay más tratamiento para el Dengue, eso ya lo sabes), la médica vuelve con los resultados de los exámenes y un mosquitero para decirte que está casi segura del diagnóstico y que es mejor que te quedes esa noche en observación por si es un dengue de los graves. Así que te quedas a observar. Las enfermeras echan, cada tanto, disimuladamente, repelente cerca de tu cama. Eres el del mosquitero, el que lleva la marca.

Recibes una visita del municipio en la que te reafirmarán que eres un problema de salud pública y que es preciso dar las coordenadas de la manzana donde vive tu madre, les adviertes que allí no fuiste picado, pero no les importa, dicen que igual deben cumplir con las metas y fumigar los alrededores.  Preguntarán que si te vas a quedar en el pueblo luego de tu salida del hospital, no tienes idea qué vas a hacer, pero les dices que te irás para que se queden tranquilos.

Sube la fiebre, no puedes pensar, tus sentidos se aturden en el ir y venir de la sala de urgencias, luego un torrente de sudor empieza a enfriarte hasta llevarte al hielo de la conciencia, 34 grados de temperatura dice el termómetro. La diarrea se debate en tus intestinos. La médica  no entiende bien lo que pasa y decide remitirte a algún hospital de mayor nivel en Bogotá, no te parece mala idea. A la Eps le parece mala la idea y manda a decir que no hay cama en ningún lugar, que debes esperar u hospitalizarte allí. La verdad es que ya no tienen convenios con las entidades que pueden prestar el servicio. La que se entera es tu madre, ella empieza a mover palancas para que te encuentren una cama con o sin convenio en la capital. Ya vales nada, no serás de aquí ni de allá, estarás en el limbo de las instituciones. Se te arrumará en el olvido. Volverá a subir la fiebre. Ya no recuerdan cambiarte el suero ni tomarte la temperatura.

Han pasado dos días o más en aquel lugar, tu fiebre ha bajado, la diarrea parecerá irse. Solo te queda la abrumadora debilidad y un dolor que te cruza todo el ser, pero que se regodea en tu espalda y tus extremidades. Mientras tanto sigues sumando imágenes en tu desvarío. Abuelas que sufren graves accidentes, bebes con infecciones respiratorias, heridos por accidentes de transito, un hombre apuñalado por su esposa, un joven con fractura en el brazo que se escapa por la ventana del baño, enfermeras preparando del juego del amigo secreto, exámenes de orina que se pierden.

Despiertas, alguien te dice al oído que ya salió la remisión, tu madre ya empacó todas las pertenencias, alcanzas a susurrar un ya para qué hijueputas, pero no hay fuerza para hacerse entender. Una mujer sin mucha experiencia vestida con camiseta de un centro vacacinal te ayuda a cambiarte de camilla, un hombre parecido a Boggie el aceitoso, al que le dicen Tucho o Tacho, te ata a la camilla, le sugieres que prefieres irte sentado en la ambulancia, el hombre contesta con que es imposible. Así que ya estás dentro de la ambulancia y el vehículo empiezas a andar. No pudiste ver su estado pero hay algo claro, la ambulancia no tiene amortiguadores, tu cuerpo tampoco. La mujer  te sonríe queriendo ser amable, te pone encima una cobija azul que no se sabe a qué huele, porque a huele a muchas cosas. Le dices que no es necesario. La camilla se mueve de un lado para otro, salta, el cuerpo siente cada hueco y cada curva dada a toda velocidad.

Al parecer estás en la autopista sur, el vehículo se ha detenido por un instante. Han encendido la sirena la cual retumba en el dolor de la cabeza durante algo más de veinte minutos. La mujer sonríe y te pregunta si te ha picado un mosquito o si fue que te lo prendió alguien.

Al fin has llegado, Tacho no puede esperar, debe irse y necesita la camilla, así que te trastean a otra camilla, te ponen la cobija azul encima, no dices nada, hace frío, y te meten en el Hospital. Un médico te visita y te dice que no tiene sentido que estés allí, que deberías estar en casa, opinas lo mismo, pero que dada la eventualidad te van a hacer un par de exámenes de sangre para descartar que pueda ser grave, Te vuelven a canalizar, te vuelven a chuzar y te quedas temblando mientras atraviesas ocho horas en el corredor a la espera de tu salida. La chica encargada de velar por tu camilla debe irse y te vuelven a cambiar de camilla, también te trasladan de corredor.

Al fin regresa el médico, dice que todo está bien, que las plaquetas han subido y el hígado cumple con sus funciones, que ya solo queda manejar el dolor durante algunos días y que por nada se te ocurra tomar aspirinas, ibuprofenos ni mandarte a inyectar en una droguería, pues puedes agravar el asunto. Te advierte que tuviste suerte porque de los cuatro tipos de dengues, el tuyo es una gripita. Le agradeces como si fuera Dios. Ha amanecido. Te empacas en un taxi con tus maletas y tus vacaciones directo a una cama más. Ya puedes levantar la cabeza y sentarte a escribir.

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