Hoy hay Fiesta


Por Gabriela Miranda

Para Belén y Ana Isabel

Mira sus zapatos y siente pena de sí misma. Recuerda que en uno de ellos lleva el número ese cuando aquella mujer le dijo “este es un teléfono de emergencia, se puede guardar dentro del zapato para esconderlo, si se pone muy bravo nos llama y la ayudamos”. Nunca lo había usado. Es decir que nunca había llamado, pero cuando él comenzaba a gritar y la cosa se ponía cada vez peor, rascaba entonces con los dedos de su pie en el fondo para sentir el taloncito aquel, como si le diera suerte o la cuidara lo mismo que un escapulario.

Fragmento de la noche de los pobres de Diego Rivera
Pero ahora mientras se calentaba con el poco calor que aún desprendía la estufa después de hervir todo ese café que ya la gente se había bebido la tarde antes, aquello le parecía muy lejano. O tal vez no tanto, porque esa misma noche temblaba cuando el viento de madrugada hacía crujir la puerta con aquel ruido con el que él entraba. Y quedaban huellas, sin duda. El antebrazo quemado en esa estufa que ahora le daba calor, un dedo chuequito, como ella misma le decía casi con compasión: “mi dedo chuequito”.

Pero ahora reinaba un silencio en la casa que ella no conocía. Lo meditó un rato ¿de dónde venía tanto silencio? Sin duda faltaban los ronquidos, los chasquidos de las botellas, su risa de toro entorpecido. Pensaba que el silencio podía despertar a sus hijos, dormidos en la cama grande. Pero los chicos y Andreita dormían bien profundo. Ella no era una vieja, pero le faltaba un diente y su cabello había perdido el lustre aquel de los quince años. Ahí se dio cuenta que aún llevaba el rebozo sobre la cabeza que la convertía en viuda. Había llorado, ciertamente, pero no sabía por qué. El silencio volvió a ponerla en alerta y el crujido la estremeció. “Los muertos que mueren mal, regresan” le había dicho una vez su madre. Con los ojos cerrados esperó. Nada. Esperó más y nada.

Los abrió cuando la luz comenzaba a filtrarse por la ventanita que quedaba sobre la cama de los niños. Debían ser como las cuatro o más. El silencio la aturdió de nuevo. “Él no es malo, le decían, es que es hombre y tú eres mujer”. Yo no quiero ser mujer, habría querido decir, pero no estaba acostumbrada a hablar mucho. Uno de los niños chilló pero se acomodó de nuevo. Por eso se levantó de la silla. Parecía que ese día no tenía nada que hacer. No supo si prender el fogón o salir por agua, aprovechando lo temprano que era. Pero las cubetas quedaban en el otro cuarto y tenía miedo de verlo tendido en la cama, desnudo y sucio con ese fuerte olor a mendrugos. Ella nunca les había dado mendrugos a sus hijos, primero muerta que verlos pelar el pan con los dientes. Pero ella sí que los ha comido. Tan duro es un mendrugo de pan como un golpe.

Se agachó para levantar una cuchara ¿qué hacía una cuchara en el piso? La colocó en la mesita y el sonido de aquel toque le recordó de nuevo el ruido faltante. Se tocó el pecho, hundió su cabeza en él como si le doliera y ahí lo supo, faltaban los tremendos latidos de su corazón. Eran como un zumbido que no acababa, como el martilleo del tren que pasaba a diez minutos de su casa. Y ahora nada, sólo silencio. ¿Será que ella también había muerto? Ahí lo supo, él estaba bien enterrado. Lloró de verdad.

Cuando los niños se despertaron ella ya tenía todo listo, se había bañado y hasta se puso un moño en la cabeza que no le quedaba tan bien. Bernardo le preguntó aún con sueño “¿no vamos a ir al mercado?”. No, dijo con su voz suavecita de siempre, ya hice las tortas, vamos a Chapultepec a ver a los animales. Ayuda a tus hermanos, nos vamos ya casi. ¿Es una fiesta? Preguntó el niño.

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