Cuento de Navidad



Por Edgar Suárez Forero

El centro de la ciudad, vacío decembrino. Me subo a un taxi con mi hijo. Por suerte el niño cayó dormido y no tuvo que escuchar la conversación, o mejor, casi el monólogo del taxista, un hombre de 56 años, muy bien peinado y conservado.  El tema, la corrupción, los malos conductores y de pronto el presidente de Filipinas, un tal Duterte, del que yo no había oído hablar, pero del que el taxista era experto. Dijo que aquí lo que necesitábamos era un presidente como el de allá, la razón que dio fue que ese presidente se dejó de rodeos y se tomó la justicia por sus manos, matando a  corruptos,  ladrones, jíbaros y consumidores de drogas. Cerca de 5000 muertos suma  su política antidrogas.  Le pregunté si hizo lo mismo con los consumidores de licor.  A esos también debería matarlos, contestó, advirtiendo que él era hijo de alcohólico y que vio como su papá borracho le pegaba a su mamá y que tal vez por ello él ni sus hermanos se tomaban una gota de alcohol. Ni una gaseosa, dijo. No ve como me mantengo de conservado, me preguntó, girando su cabeza y mirándome a los ojos.

Le dije que tomarse la justicia por su cuenta era tal vez un acto de corrupción más reprochable que robarse unos pesos, sobre todo si resulta gente muerta, me dijo que yo no entendía, pero que esa era la única forma de enderezar a los que ya están torcidos. Le digo que aquí los que ya están torcidos son los que están matando a los otros.  Aquí tengo el artículo, mírelo, me dice, interrumpiéndome y pasándome su teléfono celular, cójalo con confianza y lea, agrega, mirándome por el espejo.

Leo por encima el artículo, efectivamente, el tipo es un matón y dictador de miedo, pero para no parecer grosero  mantuve el celular en mi mano y busqué notas recientes sobre Duterte, la mayoría eran noticias sobre una intervención en la que decía que había que matar a los obispos católicos inservibles. En el pantallazo había un artículo que se titulaba, Al lado del presidente de Filipinas, Bolsonaro es un hippie, imagínense la joyita. Le entrego el celular. Me dice que el presidente de Filipinas hizo investigaciones y seguimientos de manera personal para que no se cometieran injusticias. Le digo que eso no es posible, y que el gobierno del tipo es en sí una injusticia y que si aquí fusiláramos a los corruptos nos quedaríamos sin gobierno.

El taxista se pone algo alterado, dice que para solucionar los problemas del país hay que hacer sacrificios. Que el sabe de lo que habla y pasa a relatar rápidamente su vida. Según él, era un militar de alto rendimiento de la fuerza aérea, había participado en la retoma del palacio de justicia. Yo era de los acróbatas que saltaban del helicóptero al palacio, dice. Luego en servicio le prestó servicio de escolta a altos generales del país y que por ello conoce la historia del país de primera mano. Yo solo guardé silencio. Luego me relató que en los noventa en una camioneta como la de los magníficos hacía limpieza social en la ciudad de Medellín. A veces los matábamos en el sitio, otras veces tocaba subirlos al carro y hacer el trabajo en otro lugar, me dice. Le pregunto que de cuánta gente estamos hablando, me dice que por ahí de unas doscientas personas. Bastantes, digo casi para mí. Para cambiar el tema le pregunto que hasta qué horas trabaja, me dice que trabaja todo el día y que le quedan libres en promedio sesenta mil pesos, que el trabajo se ha puesto difícil.

En ese momento ya casi termina la carrera. Despierto al niño y le digo al taxista que me puede dejar en aquel lugar, mintiéndole e indicándole una casa con rejas como mi destino. Reviso no dejar nada dentro del taxi, me despido y simulo timbrar en aquella casa mientras el taxi arranca. Pero el taxista se queda en el lugar, al parecer contando dinero. Baja la ventana y me pregunta que si me lleva a otra parte, le digo que se esté tranquilo que ya llamo y que deben estar cerca. El taxi arranca, da un giro, caminamos unos pasos y entramos a casa.

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