ADOLF

Promesas chiguanas 2

El periodo entre guerras (1918 - 1939) en la historia de la humanidad se ve ampliamente reflejado en el siguiente cuento contextualizado en Alemania, la miseria de la época que proletarizo a la clase media alemana luego de la depresión de 1920 y el naciente fascismo arraigado en la pureza de sangre que desató las mas frívolas escenas que conoció posteriormente la humanidad, el exterminio de las diferencias, así como la creciente masa a critica que aplaude la injusticia y se consagra con el genocidio.    El escritor sin duda una promesa chiguana. 


ADOLF 

Por: David Fernando Guevara Rodríguez
Grado 1003

Los comedores de caridad de Viena eran tabernáculos oscuros, malolientes y silenciosos, que despertaban en los transeúntes de la calle opuesta cierta indulgencia que se matizaba con una mal escondida vergüenza, vergüenza que todos los que asistíamos a esos lugares tocaba y hacia sonrojar como infantes, y a la vez nos producía el gesto general de cabeza gacha, igual que presidiarios en la cárcel de la pobreza o en la horca de las esperanzas.

El escenario nos hacia honor y lo único que podíamos hacer era actuar en el teatro decadente de nuestra realidad entre los que eran considerados de los nuestros y los que tenían mas de cinco monedas.

Una pequeña cocina asistía alrededor de treinta personas que de una forma u otra sobrevivían a las inclementes temperaturas nocturnas de las frías calles de la ciudad. Verlas ahí alrededor del medio día durante tres días seguidos era un verdadero hito, pues algunos se esfumaban sin más o simplemente morían durante la noche, para talvez eludir dañar el decoro ajeno durante el día. En fin, cada día excepto miércoles y sábados nos servían alguna vianda con uno o dos mendrugos negro –dependiendo del numero de huesos que sirvieran de pruebas de nuestra deplorable situación-, con una avena caliente bastante rendida y de vez en cuando un vaso de vino del “Rhin” muy barato –ahora sé eso-, en fechas especiales era mas variado el menú, pero en días regulares la comida era de esa misma calidad: regular.

un día “regular” hablaba con el cocinero mientras me servia las piltrafas en el único elemento contrastante de la escena: los platos, que eran elegantemente austriacos, dignos de Viena y su anticuado resplandor imperial, del cual la ciudad se resistía a retener un poco.
- ¿Como te va hoy Robert? - me dijo el cocinero sin mirarme a los ojos, sirviéndome la carne.  
- ¿Por que no mejor me hablas de ti? - respondí.
-Me gustaría, pero se que tal vez no te agradaría, soy demasiado afortunado- esbozó mientras me sentaba en una mesa con vista hacia la calle, ignorándolo por su desagradable insolencia.
La vista no era buena, la calle empedrada y los edificios grises solo eran un pintoresco adorno para la situación y mis compañeros comensales no eran una gran compañía, comían de una forma casi salvaje; aunque yo a duras penas usara cubiertos, lo que me daba cierto aire de superficial alcurnia de la cual los otros me hacían mofa; no obstante mientras hubiese alguien con quien hablar lo hacia, ya sea de inutilidades o nimiedades, en cambio si no había ningún alma cuerda con la cual charlar me limitaba a los comentarios usuales y estrictamente necesarios –como lo hacían los demás-, aunque sinceramente nunca me destaque por mi locuacidad.
- ¿Como te parece la comida hoy Eva? - pregunté a la mujer sentada a mi frente, que devoraba el mendrugo mojado con la avena rendida.
-Magnifica Robert, magnifica- me contestó Eva en tanto que se atragantaba con su pan y me miraba con sus ojos azules y su cara ajada.
-Que gusto que te agrade Eva- dije dibujando una sonrisa en mi rostro.
Eva era una mujer anciana y bastante afable que vivía en las calles hacia ya diez años según ella, la conocí en el comedor en el que ahora nos encontrábamos unos meses atrás cuando habíamos compartido mesa ocasionalmente. Por medio de la charla que se entablo acerca de la comida que nos sirvieron ese día –sin gusto y mucha sal- supe algunos aspectos referentes a Eva: su esposo la había llevado a Viena desde Liepzig hace casi dieciséis años por una oferta de empleo en una fábrica de zapatos. 

Al parecer durante los primeros años les fue bastante bien pues me decía que eran bastante dichosos en su hogar con sus tres hijas: Ana –la mayor-, Martha y Berthe –la menor-; no les hacia falta nada y tenían cuantos caprichos podían costear, o como decía Eva: -todo mientras lo básico se encontrara bajo nuestras humildes cuatro paredes-, Ana y Martha se casaron rápidamente, alejándose de Austria hacia Hungría o Polonia. 

Finalmente quedó solo Berthe, que aun era bastante joven como para desposarse; el esposo de Eva tuvo que partir a la guerra en 1915 y entonces la situación decayó dramáticamente cuando los escasos ahorros se terminaron, posterior a eso Berthe cayó enferma gracias a su seria ansiedad por la incertidumbre, la enfermedad de Berthe se agrava a tal punto que se transforma en una larga agonía que llega a su punto culminante cuando se recibe la boleta de defunción del marido de Eva, entonces Berthe muere siendo enterrada en una fosa común – detalle que en algunas ocasiones ella omite-, queriendo Eva un mejor lugar de descanso para su hija, buscó reemplazar a su esposo en la fabrica, pero el empleo le fue denegado por su avanzada edad; viendo las pocas opciones que tenia Eva opto por valerse de un crédito particular que le ofreció un usurero local, el crédito tuvo una fugaz vida –solo basto para la comida de unas cuantas semanas y unas cuantas deudas acumuladas por la familia-, cuando llego el momento del pago Eva,  no tuvo mas opción que dar sus bienes uno a uno en cambio de nuevos plazos y una sutil bajada de la deuda, hasta que finalmente Eva se percató que su único sustento fiable y seguro era su propia respiración. 

A pesar de todo eso siempre estaba de muy buen cariz, o lo suficientemente bueno como para lidiar con la curiosidad de los demás.

La historia de Eva era interesante por su trágico contenido, pero aun mas lo era como contaba su dueña el relato, para que un día pareciera poesía shakespeareana y al otro un canto homérico honestamente idealizado en donde su propia figura era devastada por fuerzas que salían de su dominio, no obstante, eran contrarrestadas por el ímpetu de su carácter.

Algunos sabían que la historia era del todo cierta –sin embargo, aceptaban que el tono la hacia ver como mera superchería-, en cambio otros veían a la vieja Eva como un simple rapsoda o una vulgar y mentirosa juglar, mas eso no le importaba a ella, siempre tendría la disposición para contar su vida a cualquiera que se lo pidiera sin importar su achaque.

Ese día no hubo muchos comensales – lo que yo traducía como el día perfecto para hacerme a mis anchas y entablar una conversación en confianza con Eva, pues creo que la tenia- entonces al ver a Eva terminar el festín le pregunté:
- ¿Cómo van las calles Eva? -cómo si no lo supiera- He oído que hay un nuevo vagabundo por ahí.
-Ciertamente, lo he visto –dijo mirándome ansiosamente- No diría mentiras si asegurara que es el hombre mas extraño que he visto en los callejones.
Me sorprendió que Eva me diera ese parecer, pues, aunque ella tendiera a exagerar era raro encontrar a un individuo que brille por su particularidad, en un ámbito donde todos tienen una.
-Y, ¿Cómo era él, Eva? – le pregunté con una curiosidad apreciable. 
 -Querido Robert –me dijo mientras posaba su mirada en la ventana y la luz iluminaba sus arrugas y sobretodo sus bellos ojos-, personas bastante desagradables hay en las calles, y lo seguirían siendo si tuviesen un techo sobre sus cabezas, como también existen personas con casos contrarios, sin embargo, ese hombre sale de todo lo que he podido descubrir estando aquí. Cuando me vio helo mi sangre a tal punto que me quede inmóvil y al final huí como si mi muerte me viera fijamente a los ojos.

Efectivamente sabía que Eva desmedía el impacto que le había producido aquel hombre a causa de su “musa poética” que era propensa a hiperbolizar cuanto veía, no obstante, de todas formas, era inquietante escuchar a Eva con una convicción férrea –diferente a la que aparenta narrando su vida- y unos gestos que exhalaban una aversión indiscutible.
-Que particular caso el de ese hombre, ¿no Eva?
-Deja de burlarte de la pobre vieja, esta muy loca y usted le jala la cuerda –esgrimió un vagabundo inmiscuyéndose en nuestra conversación de forma ofensiva- Sus cuentos no son más que fabulas sin moraleja, solo mírela –al final de la frase la gracia le infundió risa, obviamente dirigida a Eva que se sintió avergonzada de si, pues, aunque las alusiones a su supuesta falta de cordura fuesen frecuentes, su humanidad aun se lamentaba de ser objeto de tales burlas.
- ¿Por qué no nos dejas en paz Wilhem? –le dije al vagabundo entrometido levantando un poco la voz sin subir mis ánimos- ¿No tienes algo de piedad con tus camaradas? –inmediatamente desde mí silla divisé su cara algo confundida y sonrojada, pero entonces:
- ¿Yo?, ¿camarada suyo?, mas bien… señor. Así es –respondió mediocremente Wilhem con su cara roja y encolerizada- ¿Cómo osa ponerme en el mismo trato que… ustedes?
-Tal vez porque eres uno de “nosotros” –le respondí tentando su paciencia-.
-Ni hablar, ¿Por qué no se van a esperar al Mesías en la horca? –dijo y se fue sin más decir, ya hasta él sabia que era suficiente.

No dije nada después a Wilhem durante la comida y tampoco retomé la charla con Eva, los dos estábamos tan dolidos que hablar dañaría nuestro estado de consternación, y nos sumimos en un autismo selectivo. Al terminar mi avena me despedí fría pero protocolariamente de Eva, lo mismo hizo ella que se quedo sentada en la mesa con la mirada perdida.
-Adiós Robert, lo siento –dijo eludiendo mi mirada en un gesto de disculpas- No deberías juntarte conmigo, ahora las represalias caen sobre ti también.
-No te excuses Eva – le respondí cambiando mi seriedad por un amistoso gesto, del cual se percató Eva iluminándosele el rostro- la próxima vez ya no será así.
-No digas eso –exclamó Eva apresuradamente, mirándome a los ojos- No puedes hacer mucho al respecto, no lo discutas por favor –me dijo resignadamente-.
No conteste nada a Eva, después de su ultima frase simplemente salí a la calle sin mirar atrás, siendo totalmente indiferente al impertinente Wilhem –al menos eso trataba de aparentar-, o siéndolo a la realidad.

Wilhem era una proporción pequeña del enorme problema que afrontaba Eva. Caminando por las callejuelas pensaba en el asunto comparando a Wilhem con una abeja, una gota de agua y una pulga, entre un enjambre, el mar y un perro; tampoco dejaba de pensar en que en cualquier caso una abeja produce dolor al picar, varias gotas de agua pueden llenar un vaso y que tan solo una pulga insaciable puede satisfacerse para su placer y dolor ajeno, bastantes veces indisponiendo a su huésped. Me preguntaba a la vez cuantas pulgas insaciables habría esparcidas por la ciudad, y si Eva haciéndoles frente ¿acabaría con ellas, sola? Por otro lado mi mente revolvía la razón de la última petición de Eva, ¿es que acaso me estaba subestimando?, ¿me estaba diciendo que no podría hacer nada al respecto de los comentarios de Wilhem? O ¿me veía incapaz de acudir en su defensa?, entonces me encontrara débil, pero que se puede esperar de un joven flaco, usando un frac en deplorable estado, que solo usa ya que su pudor no lo deja desnudarse. Me costaba verme en mi censurable posición, no era fuerte –ahora tampoco lo soy mucho-, y tampoco muy ingenioso, en resumen: un inútil. Eva tuvo razón: algunas personas en la calle son las mismas que cuando tuvieron un techo por encima, y yo estaba como antes: un miserable.

Me distrajo de mi letargo meditativo un niño que venia por su balón y se asustó al verme, dejando su juguete donde había caído inicialmente; lo miraba de forma indiferente en tanto él volvía en sus pasos, esperando que lo asaltara con la intención de robarme su alma –ojala lo hubiese hecho-, y luego pensé: tuve el mismo miedo y ahora es el espejo quien me lo inspira; desearía seguir siendo miserable solo en mi alma, mi cuerpo lucha siéndolo y se dirige a su autodestrucción.

Dejé ir al niño asustado sin decir palabra y lo vi corriendo, dándome la espalda y refugiándose en la calle donde se encontraba jugando mientras yo me quedaba quieto, petrificado entre la oscuridad del callejón, viendo a lo lejos a lo que ya no me consideraba perteneciente.

Seguí mi camino hasta donde mis pies se arbitrariamente decidieron y me vi muy cerca del palacio, no podía pasar por allí –en realidad ningún vagabundo podía rondar por ahí, no éramos bien recibidos en lo que había sido patrimonio del imperio encerrado en la reducida Austria; los guardias no eran nada amigables y ya había escuchado historias acerca de palizas salvajes dadas por guardias a vagabundos desprevenidos que no habían evitado pasar al frente del palacio-, entonces torcí mi camino a ningún lugar en particular –pero si lejos de la guardia-, aun así un guardia me vio evitar el camino, este se aferró a su arma sosteniéndome la mirada, mostrándome que no era deseado. Pude perder de vista a aquel guardia al voltear una esquina mas tropecé con otro.

Al dar tres pasos en la calle que usé para evitar la guardia, choqué desprevenidamente con el uniforme tieso de un guardia que había cambiado de turno con otro, mi exaltación fue inmediata pero no visible.

Únicamente me alejé de él apresuradamente sin cambiar la expresión de mi rostro; era de esperar que el guardia me dirigiera algún insulto, pero al parecer mi torpeza mereció aun más: me tomó del brazo en cuanto se pudo acercar a mi; su rostro tenia impresa una ira incalculable que nunca antes había visto; era un hombre alto, corpulento de tez blanca y rubio. Sus facciones y fuerza lo hicieron digno de miedo, de un pavor que me deshizo casi por completo y me convirtió en un segundo en su móvil, una ficha despreciable: ni tanto para un rey o una reina, un simple peón fastidioso.

Subió su ancho brazo a la altura de mi cara y lo dejó a solo unos centímetros de ella, esperando quien sabe que para dar el golpe. Su puño me torturaba con solo contemplarlo, igual que la expresión de sus ojos, tan nefasta y llena de odio, entonces vi que bajaba su puño, lo que dio lugar a que albergara alguna esperanza, sin embargo, aun no me soltaba del brazo y…¡¡¡saz!!! Sucumbí ante el intenso dolor que manaba de mi abdomen, una sensación indescriptible invadió todo mi cuerpo, lo que me hizo llegar hasta el suelo sin tener conciencia de ello.

El guardia me había soltado permitiéndome caer, estuvo durante unos segundos viendo en tanto me retorcía penosamente en la acera; sus ojos fríos veían mi pesar fijamente sin que sus gestos se inmutaran, al terminar aquel momento solo se dispuso ha hacer su trabajo, el cual parecía ser vigilar la calle con su mirada vacía y perdida. No me dirigió la mirada a penas pude respirar algo mas serenamente, solamente me dio una suave patada en señal de que me fuera; al levantarme observé como la poca gente que pasaba por la calle no se fijaba en lo que acababa de suceder en sus narices, igual que si hubiesen olvidado la escena tan hostil de mi paliza, como si lo que habían visto no fuera nada reprochable y en demasía normal, talvez debí morir para llamar su atención y así tocar su escasa piedad.

Me levanté forzosamente del frío piso, tambaleándome; todo lo que veía en ese momento parecía multiplicado por mi mareo, me costaba dar los pasos necesarios para distanciarme de mi victimario, que era indiferente a mi existencia y solo veía al vació. 

Pese al agudo dolor y los frecuentes tropiezos logré voltear en una esquina, entonces encontré un callejón en el que me acogí para sufrir las postreras sensaciones posteriores al golpe. No vi nada a mí alrededor mientras me dirigía a un sitio que me pareció un tanto confortable, me acosté como mejor pude para no tentar de nuevo al ardor que sentí. Cerré mis ojos durante lo que parecieron quince minutos, que en realidad fueron un par de horas, en donde el sueño, fruto de la fatiga y la turbación me sumergió pesadamente en su manto.

Al despertar de mi espesa soñolencia noté que el día se iba diluyendo en el anochecer; a pesar de lo que había sucedido no podía maldecir al sol que brilló por la tarde, ya que fue esplendido; vi la débil luz que pasaba por el callejón, y me preguntaba si es que eso tendría importancia para mi en ese momento.

El guardia me había hecho pensar que en algunas ocasiones era preferible prescindir de las sensaciones humanas, para dejar a un lado las que le son desagradables al hombre y en cambio ser un alma sin forma ni sentir, a pesar de eso no le tenia ningún rencor; tampoco se lo albergaba a la gente que había observado como me golpeó el guardia sin ningún vestigio de lastima, como si lo que me hizo fuera una actividad regularmente inocua; si fuese al contrario me hubiese visto obligado a odiar a cada uno de los habitantes de la ciudad y por extensión a aborrecer también a todos los del continente.

Me dolía aun mi abdomen, pero era leve lo que sentía, entonces escuché unos pasos que se hacían camino por la basura del callejón; los pasos se materializaron en un hombre joven, que según su aspecto no contaba mas de cinco años mas que yo, de pelo negro y vestimenta un tanto mas presentable que la mía. Tenía este hombre un caminar rígido, y en las manos una expresión de severidad mientras retenían un cuadro rectangular, lo que al perecer era un lienzo un tanto manchado. Se hizo un espacio y se sentó en mi frente sin percatarse de mi presencia y absorto contemplando el lienzo, del cual desconocía su contenido; la luz nocturna me permitía observar sus facciones oscuras, transfiguradas de un momento a otro de la seriedad, que me parecía innata, a una profunda aflicción con toques de lastima, inspirada de su propia congoja, todo matizado con unas lagrimas sutiles que brillaron con la luz del astro nocturno.

Pasó un breve lapso antes de que, impulsivamente, lanzara agresivamente el lienzo lejos él, en un arrebato de lo que no pude distinguir entre furia o desesperación, en todo caso su acción me asustó tanto que me salio un chillido casi salvaje, pero suave, que pudo traducirse en miedo o aflicción.
- ¿Quién chilla? –dijo el vagabundo mirando hacia su derecha e izquierda, mas no alcanzó a notarme. Volvió a sus lamentaciones mirando a las plantas de sus pies, luego alzó sus ojos y haciendo un esfuerzo me logró ver inmóvil en mi rincón-.
Su mirada se tornó fría al verme fijamente, no podía soportar la expresión de sus ojos y bajé la vista para eludirlo.
-Bien –siguió viéndome mientras yo lo evitaba con lo que parecía un tipo de temor- ¿Quién es usted? –Me preguntó con un tono más ameno-.
-Me llamo Robert –respondí tan apresurada como torpemente-.
-Entiendo –me dijo examinándome desinteresadamente- ¿De donde es usted Robert?
-De un pueblo cerca de aquí –le aseguré entre algunos titubeos- en el campo.
-Y, ¿Cómo se considera? –me extrañé por tal pregunta, pues no me quedaba claro que era lo que quería escuchar mi interlocutor. Respondí lo que creí entonces indiscutible-.
-Miserable –contesté por fin, con tono seguro-.
-No creo que lo sea más que las masas trabajadoras que se hacen llamar ciudadanos en la reducida Austria.

Evidentemente quedé sorprendido con la seguridad que rebosaban sus palabras, su mirada fría solo le añadía más autoridad a lo que había dicho, y precisamente la seguridad no definía bien al conjunto de vagabundos vieneses, que se agrupaban casi en su totalidad en la ignorancia casi propia y del exterior. Sin embargo, había una brecha pequeña, un reducido punto dentro del conjunto común de desahuciados que sabían algunas operaciones de intelecto o despertaban algún espíritu critico. Generalmente eran ellos los que rompían el silencio nimio en el comedor de beneficencia, reemplazándolo por ardorosas arengas políticas –generalmente-, que acarreaban usualmente ciertos disfemismos entre los contendientes. Solo una vez había podido apreciar como a golpes se daban argumentos dos civilizados vagabundos, y el pleito no terminó para el bien de los dos contendientes, ya que la policía se los llevó al separarlos de su pelea encarnizada, que les había dejado la nariz rota, tanto a uno como a otro; en fin, se los llevaron consigo los policías y no supe nada de ellos después, solían haber rumores de la supuesta tortura que los llevó a la muerte en las manos sanguinarias de la autoridad, yo no hacia mucho caso de lo que decían los otros, me limitaba a conocer lo que habían visto mis ojos, pero en ese momento podía decir que los rumores podrían ser ciertos, podía creer en cualquier atrocidad que hiciera alguien que tuviese un uniforme.

Incluyendo a este nuevo vagabundo en el lugar de los anteriormente mencionados –o talvez lo puse en mejor estatus, pues inferí que este no se haría con golpes frívolos, a diferencia de los otros que estaban un poco amedrentados por lo que había pasado con sus compañeros desaparecidos, y tardarían un parpadeo en reavivar el fuego de sus discusiones. Solo tendrían que olvidar-, me sentí un poco cautivado con su presencia y sus palabras, tan extraña y hechizadamente persuasivas.

El silencio duró un minuto, lo que tardé en hacer mis contemplaciones; mi compañero al parecer no requería de una respuesta o un comentario alternativo. Siguió hablando acerca de lo que él consideraba la aberración europea.
-La guerra fue dura para todos, pero el equilibrio no es la medida que nos presentan los vencedores, ellos quieren ver a la más grande raza que ha tenido el continente europeo, reducida moralmente, pero no lo lograran, ¡somos alemanes! Y debemos defender nuestra soberanía como pueblo en todos los países que pertenezcan al globo…

Me impactó que sus palabras fuesen dichas con tanto convencimiento; solo hacia falta ver la cara de mi interlocutor para encontrar en cada letra de su discurso cierta gravedad, digna de lo que yo consideraba virtud de un buen orador. El ardor de la pronunciación me envolvía en lo que imaginé era la plaza de una ciudad atestada por el fanatismo y la esperanza, escuchando al único vástago del ideal que les quedaba, un faraón bondadoso y a la vez terrible, digno de una pleitesía ferviente gracias a la divinidad que exhalaba mediante su razón y que regalaba por su piedad al pueblo que lo amaba.
Su mirada se dirigía al vació del cielo, mientras hablaba con una voluntad de hierro al callejón en el que, yo, era uno entre la multitud invisible de toda la humanidad. 

El gesto por decir romántico de mi compañero me llevaba a emborracharme degustando cada término que profería; aunque estos estuviesen empañados en la amargura interiorizada del pesar que el pueblo lamentaba y, además eran dichos con una dicción bastante fuerte, pero en demasía clara; mis conocimientos limitados cercaban con puntiagudas puntas el entendimiento que me era indispensable para no tropezar con: “la esclavitud firmada”, “pureza”, “unión” y sobretodo la más nombrada “dominación”. Aun así, escuchaba acerca de cosas que había vivido y conocía, pues la guerra no me era ajena, pero, sin embargo, me era dificultoso encontrar una conexión clara entre la historia en los palacios franceses y mis recuerdos.

Tuve cierto deseo de preguntar por lo que desconocía, mas lo que había ya no era una charla, sino una conferencia y hasta temí quedar expuesto por mi ignorancia a la severidad del hablante, que seguía embebiéndome en su parlamento hasta que al termino, se dio un silencio penetrante de unos segundos y dejó de ver cielo; ahora si estábamos a solas, en el callejón lejos de la multitud que imaginé dando suspiros con cada frase de su predicador.

El vagabundo se sentó pesadamente sobre el incomodo piso; la temperatura no era la ideal para dar posada a dos desahuciados, que en cuerpo eran iguales, pero que en alma, podían asimilarse a un martillo sin clavos y madera, nada sustancial se podría plantar entre nosotros. Veía entonces como tiritaba mi compañero, que ya no era el brillante orador, ni el faraón, ni el elegido; era primordialmente alguien que tenía frío, sin mayor deseo momentáneo que acurrucarse en una suave manta, quizá de seda para suplirse de su calor. No pude hacer nada al respecto, me encontraba en igual o peor condición que él, no obstante, ya había pasado más noches así, a diferencia de él, que parecía no haber pasado mucho tiempo de tal forma; de todos modos, me despertó un sentimiento de compasión y simultáneamente uno adjunto de impotencia, al serme imposible auxiliarlo a causa de mi propio infortunio.
- ¿Quién es usted? - interrogué al vagabundo conteniendo los escalofríos-.
-Eso lo dirá el tiempo, por ahora soy vagabundo, más que alguien que recibe un sueldo; aquello me parece indignante para cualquiera.

Lo veía quejarse del frió que impregnaba aquella noche la ciudad, los gestos de sus manos eran como un par de imanes que se unían y separaban para terminar frotándose uno con el otro en un circulo infinito; me respondió inhibiendo sus evidentes temblores, pero todavía seguía impresionándome aquel aventurero, aunque no comprendiera bien lo que deseaba decirme con “aquello me parece indignante para cualquiera”, pues me hubiese resultado conveniente tener un trabajo con el cual sostenerse en la ciudad; prefería esa indignación a la que estaba pasando durante ese momento, y supongo que es una opinión que podrían sostener otros a mi favor; pero no quería discutir con él acerca de mis juicios, ya que, sin duda lo turbaría con mi curiosidad, y él, seguramente, seguiría tratando de temas que se escapaban a mi sapiencia, a pesar de la inclemencia del tiempo. En conclusión, decidí callar, de la misma forma lo hizo él y así terminó mi noche, sin lugar a duda la más rara durante mi estancia en las calles vienesas.

Morfeo siempre fue cruel conmigo; de noche, cuando era niño sufría pesadillas constantes que mi madre apaciguaba con un leve toque en mi cabeza, y me sumergía de nuevo en mi sopor, ya sin ningún sueño que comprometiera mi buen animo de infante. Esta vez las pesadillas volvieron en aquella noche en que conocí al nuevo vagabundo.

La oscuridad estaba presente y vendaba mis ojos con sus oscuras manos mientras tanteaba un poco con las mías, esperando algún apoyo, pero parecía que estaba hundido en la nada completamente solo. Una luz incandescente iluminó un punto en que parecía estar una mujer, de vestido negro y rizos exquisitamente hechos para una ocasión que lo ameritaba; ella yacía parada mirando hacia todas las direcciones, confundida por la luz que la señalaba de forma inflexible, estaba según mi visión extremadamente asustada y desesperada como si esperara el fatídico fin de su existencia; apareció al fondo una figura, un hombre con uniforme de militar muy aseado y pulcro.

La mujer de rizos no se percató de la presencia del hombre hasta que él la tomó del cuello y la hizo arrodillarse frente a él, la sumisión de la mujer era total como si tuviese cuenta de su destino y se resignara a él, en cambio la brutalidad del militar era explosiva y venia después de unos instantes de pasividad casi maternal. Podía ver el rostro de la mujer: pómulos delgados y altos, un cuello elegantemente fino y ojos grandes como avellanas, de un color similar al pasto de las praderas en verano; no podía distinguir bien al hombre, una bruma cubría todo lo que hubiese podido reconocer de él.

Había cierta particularidad o familiaridad en la escena, algo que sin duda hubiera tenido que impactarme de inmediato, no obstante, no encontraba el pretexto para que mi conciencia se viese forzada a sentir algo por los presentes, como si todas las caras y sus recuerdos se hubieran disipado en el ambiente, escapándose de mi mente durante el acto que presenciaba.

El militar apenas sometió a la mujer, sacó un cuchillo de mango negro, muy puntiagudo y filoso; procedió luego a tomarla por el cabello y después de darle una suave caricia en su faz secándole las lagrimas que brotaban a chorros de sus ojos, le corto la garganta de una sola pasada. 
La mano que empuñaba el cuchillo se pinto de un rojo escandaloso al igual que el piso, que a los pocos segundos era un mar rojizo y brutal, en donde posaba el cuerpo sin vida de la mujer; entonces pude reconocer todo lo que había pasado y quienes eran los involucrados: era el homicidio de mi madre a manos del vagabundo nuevo que conocí. La sangre todavía brotaba de la herida de mi madre, y el vagabundo batía con júbilo su mano manchada con el líquido vital, hacia alarde, saltaba de felicidad y sonreía tal y como si le hubieran satisfecho su mayor anhelo; yo no era dueño de mi cuerpo pues empecé de pronto a aplaudir acaloradamente al asesino lo que me convertía en un fraticida, pero mis pensamientos se encaminaban a una tristeza incontenible que me hizo sollozar como un niño, pero ya no me pertenecían mis gestos, pues seguía aplaudiendo mas fuertemente y mi boca dibujaba una sonrisa, en total acuerdo con lo que había sucedido frente a mi.
-Por la pureza –decía eufórico el homicida en tanto que yo le aplaudía-.
Escuché más aplausos y ovaciones a mi espalda, un público entero estaba detrás de mí y aplaudían como yo, al asesino que vitoreaba por su gran debut. Entonces desperté, la luz del día se filtraba por el callejón, ya no me dolían los golpes que me habían dado la víspera; me levanté rápidamente y no encontré al vagabundo donde se había apeado.

Salí hacia la calle y de súbito pensé en Eva, su lugar preferido para pasar la noche era en un callejón cerca del lugar en donde me situaba. Casi corriendo me hice el camino, la gente me miraba confundida, sin embargo, seguía mi andanza en busca de Eva, encontré el callejón sin mucha dificultad, pero mi excitación era tal que los segundos pasaban como horas, no obstante, aun no sabia por que se había producido tanta exaltación en mi, ya que solo había sido un sueño y estos no eran infalibles, además mi madre hacia ya varios años que había expirado. Pero un presentimiento me llevó a buscar a Eva, era posible que no fuese una coincidencia que el vagabundo que le había helado la sangré fuese el mismo que había pernoctado conmigo en el callejón, una simple coincidencia.

El callejón era como todos los de Viena, es decir sucios, pero acogedores para los vagabundos, entré, observé los alrededores y la vi; estaba tendida en el suelo frío inconsciente, ya no respiraba y se encontraba pálida tanto como la nieve de invierno; toqué su cuello para hacerme alguna esperanza, mas ya no había nada que palpitara y recordé fatídicamente: “por la pureza”; salí del callejón sin derramar ninguna lagrima, como un muerto en vida; fui hasta el callejón donde la noche anterior había dormido y busqué entre la basura por cinco minutos hasta que lo logré encontrar. El lienzo rectangular que había tirado el hombre, era un paisaje bastante bien elaborado con firma de alguien llamado “Adolf”. 

FIN

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